domingo, 7 de enero de 2018

Erase una vez…

Contra la mañana se empezaron a oír voces entrecortadas, suspiros intermitentes, ahogados... Todo el patio interior desprendía  aromas y prisas prenatales. Al cabo de tres días se oyó el llanto del recién venido, una voz nueva que empezó a amenizar las noches y las madrugadas  de la comunidad. 
Las ventanas alistonadas en aluminio entrecortaban las figuras,  no nos dejaban ver imágenes completas y reconocibles de los vecinos. A veces los ojos, otras la bocas, las frentes, los hombros, incluso las rodillas. Siempre nos mirábamos fraccionados, intuyendo, sin asegurarnos si los ojos de hoy correspondían a la frente de ayer y a la boca o al cabello de mañana. Las conversaciones que se desmadejaban desde las ventanas en los desayunos, comidas, cenas..., delataban algunas  voces cotidianas que aprendí a identificar y adjudicar a los moradores de algún piso en particular.
Pero este cubículo de seis por seis sin techar nunca me dio la oportunidad de ver a la mujer embarazada. Tampoco se descolgó su voz en los nueve meses, sí la de su pareja solicitando los resultados  de algún día de pruebas médicas. Ella hablaba tan bajito que, aun agudizando el oído, no se captaba ni un ligero murmullo que empastara su voz a una evidencia audible.
Pareció cobrar vida e identidad  a raíz del nacimiento de su hijo. Ahora el ambiente matutino de pan tostado y café se saturaba con sus risas,  cánticos y atenciones al recién nacido. Pasaron los días y la  calma monótona de las tardes se rompía con el llanto inicial del crío que llegaba a extenderse a los primeros  bocados  de las cenas. A veces cesaba para acrecentarse de nuevo y hacerse atronador, casi eterno e insomne. Algunas ventanas   exhalaban a bocajarro quejas deterioradas:
"Tendrá cambiado el sueño”.
“Tendrá gases”.
“Estará enfermo”.
“Llevarle al médico que la gente tiene que descansar y trabajar al día siguiente…"
Un día dejé de oír los lloros y gemidos  del niño, ni al día siguiente ni al otro  pude escucharlos. Los añoraba. Pasó el tiempo y no había rastro de sus voces en el patio. Llegó un otoño infructuoso de lluvia y llanto, el invierno borró de frío y expectativas las huellas de la familia recién creada.
Los cada vez más adelantados villancicos empezaban a desgranar sus notas y las posaban en las lamas cual pájaros observantes sin atreverse a franquear  las  estancias. 
La cena de Nochebuena arropaba más comensales bajo sus alas…
Se agudizó el rechinar de enseres movidos, sillas arrastradas, tintineos de loza, música de  cristales al chocar las copas... Y un gemido venció a todos los demás rumores acústicos. Al instante se desparramó un espléndido llanto, duró casi toda la noche. Nadie se quejó.
La mañana remolona de Navidad se desperezó con esencias de café, de rebanadas de pan tostado y churros, y con las suaves y prudentes risas de... erase una vez una madre...





















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